Stranger Things: Aquellos maravillosos años 80

Stranger Things se ha convertido, probablemente, en la serie revelación del verano (temporada donde escasean este tipo de productos, todo sea dicho). La producción de Netflix tiene muchos méritos para ello.

La serie consta solo de 8 episodios, de unos 50 minutos cada uno, por lo que se ve (MUY) fácilmente de una tirada. Tras ella se encuentra la dirección de los hermanos Duffer, quienes a su vez están llevando a cabo el nuevo remake de It (Eso, adaptación de la novela homónima de Stephen King). Entre el reparto, destacan especialmente los nombres de Winona Ryder (un símbolo de las décadas de 1980 y 1990 que luego se vino a menos), junto a Matthew Modine (La chaqueta metálica) y David Harbour (James Bond: Quantum of Solace, The Equalizer, un papel secundario en la reciente Escuadrón Suicida). Entre los menos conocidos, merecen especial mención TODOS (sin excepción) los niños: Finn Wolfhard (que repite con los hermanos Duffer en It), Milly Bobbie Brown, Gaten Matarazzo, Caleb McLaughlin y Noah Schnapp. La química habida entre todos ellos y las interpretaciones que llevan a cabo (más aún teniendo en cuenta la edad) son definitivamente lo mejor de Stranger Things. También destacar el trabajos de los actores que dan vida al grupo de adolescentes: Natalia Dyer, Charlie Heaton y Joe Keery.

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La premisa de Stranger Things es sencilla: Mike, Lucas, Dustin y Will son un grupo de amigos que se pasan las tardes encerrados en el sótano jugando al rol en el tranquilo pueblo de Hawkins (Indiana). Corre el año 1983. Una de estas tardes, ya de noche, mientras Will vuelve a casa, algo lo asalta, provocando que el niño desaparezca. A partir de aquí, la madre y hermano de Will, junto con el sheriff del pueblo, todo el grupo de amigos y una misteriosa niña que aparece algo desorientada, se dedicarán a la búsqueda del desvanecido.

Al grano: uno de los mayores logros de Stranger Things es toda su evocación a la década de 1980 (e incluso a la posterior, prolongación directa de los 80s, la de 1990), con una lograda ambientación y detallistas homenajes al cine y la música de la época. Por lo que es probable que disfrutes aún más la serie si eres uno de los afortunados que ha vivido dichos años (como servidores, al menos una parte de ellos). El poder emocional de la nostalgia es fuerte y Stranger Things sabe explotarlo a la perfección. Hasta tal punto que algunos han querido ver en ello su punto más negativo, cambiando la palabra «homenaje» por «plagio».

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En realidad, en la serie se reúnen toda una amalgama de referencias: desde al cine de Spielberg, de Amblin Entertainment (algo que ya realizó, con menos éxito, Super 8), Los Goonies, Cuenta conmigo, Tiburón y, por supuesto, toda la literatura del mejor Stephen King (sí, el de It, El Resplandor, Cementerio de animales, La niebla, etc.). Los elementos están ahí: un tranquilo pero asfixiante pueblo norteamericano, el grupo de niños que todavía creen en el valor de la amistad por encima de todo, los seres misteriosos, los adolescentes que se pegan y se enrollan entre ellos, el sheriff perdedor que esconde un traumático pasado, entre otros. No por nada, el reparto de niños fue elegido mientras representaban escenas de la película Cuenta conmigo, el sheriff va vestido casi igual al mítico Martin Brody (en sus horas de trabajo), hay conspiraciones del gobierno de trasfondo, y, si nos ponemos quisquillosos, hasta el actor Charlie Heaton (Jonathan Byers) parece un clon del malogrado River Phoenix.

Pero no solo del homenaje a los 80 y de la cuidada escenografía vive Stranger Things. Como adelantábamos, el buen hacer de (casi) todo su reparto hace que nos involucremos mucho más en la historia: queremos que los niños estén bien, que Eleven se salve y pueda seguir comiendo gofres, que Jonathan se quede con la chica, que el sheriff pueda recuperarse un poco de su pasado. Y todo ello es gracias a los actores y a la química habida entre ellos, desde el grupo de niños hasta los adolescentes, pasando por Ryder y Harbour. Lamentablemente, tal como nos tenían acostumbrados la mayoría de las historias de los 80 y 90, el final es agridulce (y no queremos adelantar nada más).

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El otro gran punto fuerte de la serie es lo fluido de su narrativa. Cada capítulo cuenta montones de cosas, dejando apenas un respiro. Sin embargo, también hay momentos para las reflexiones, los enfados y reconciliaciones, para que los personajes vayan desarrollando cambiantes y creíbles relaciones. Quitando que, quizás, el último capítulo va DEMASIADO deprisa, es prácticamente imposible que Stranger Things aburra o abrume. Las dosis adecuadas de misterio, terror y ficción detectivesca hacen el resto.

Y no podemos dejar de lado la música. La banda sonora, con temas como Africa (Toto), Should I Stay Or Should I Go (The Clash), Heroes (versionada por Peter Gabriel), entre otros, provoca aún más que rememoremos otros años donde los temas se podían escuchar mediante cintas de cassette y, con suerte, los pillábamos por la radio (y los grabábamos incompletos). Asimismo, cada canción se encuentra tan bien posicionada en determinados momentos, que solo hace que las emociones se eleven más si cabe.

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En definitiva, Stranger Things es una serie altamente recomendable, que con sus 8 capítulos y en estos días de verano se deja ver de una tirada y (casi) sin pausas. No solo para los que crecimos en las décadas de 1980 y 1990, sino para todo aquel que quiera disfrutar de entretenimiento de calidad. Por suerte, para los que nos quedamos con ganas de más, los hermanos Duffer han anunciado que se estaría hablando de una segunda temporada, situada un año después de los eventos de la primera. Aunque todavía falta la confirmación por parte de Netflix, el éxito de crítica y público que está teniendo la serie, a menos de un mes desde su estreno, solo puede hacernos esperar buenos augurios.

Poco más que decir: por aquellas tardes en las que salíamos del colegio y en seguida agarrábamos ilusionados nuestras bicis, para dirigirnos con ellas hacia la búsqueda de grandes tesoros, resolución de misterios imposibles, o hasta la mismísima luna.

Esos clásicos inolvidables: Eduardo Manostijeras

Te encuentras un maletín con 1 millón de dólares, nadie te ha visto: ¿qué haces?

A- Te lo quedas para ti

B- Lo entregas y/o lo gastas en tus seres queridos

C- Lo das para los pobres

D- Se lo llevas a la policía

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Todos tenemos una película que nos ha marcado sobre el resto. Lo habitual es tener varias (si eres más o menos aficionado al cine, el número aumentará o disminuirá), pero en concreto hay una, LA película, que nos acompaña durante varias etapas de nuestra vida y que, a pesar del paso del tiempo y de los cambios habidos, no dejará de emocionarnos (casi) igual que la primera vez que la vimos. LA película. Pues bien, para mí, ese lugar lo ocupa Eduardo Manostijeras (Edward Scissorhands, El joven manos de tijera). Vista por primera vez con cinco años de edad (grabada en una vieja cinta VHS), de alguna manera ya me fascinaba aquel joven con tijeras en vez de manos, extraño, amable y solitario que trataba de encajar entre los demás, una sociedad norteamericana anodina y superficial.

Tim Burton (Batman, Beetlejuice, Ed Wood) era un joven de 32 años cuando se estrenó Eduardo Manostijeras, allá por diciembre de 1990 (por cosas que pasaban antaño, en España no llegó a las carteleras hasta abril de 1991, y en otros países como Argentina hasta agosto del mismo año). El papel principal recayó en Johnny Depp, cuando todavía no era el actor fetiche de Burton; pero habían pensado con anterioridad en otras celebridades como Tom Cruise, Tom Hanks o Robert Downey Jr. Hay un rumor circulando por internet que habla de la posibilidad de que lo hubiera interpretado Michael Jackson, pero suponemos que es debido al (hipotético) parecido que guardaban el joven manos de tijera y el rey del pop. En cuanto a Kim, la hija adolescente de los Boggs, el papel fue para Winona Ryder (que ya había trabajado con Burton en Beetlejuice, o Bitelchús en España). El resto de reparto lo completaban nombres como los de Alan Arkin (Bill Boggs), Dianne Wiest (Peg Boggs), Robert Oliveri (Kevin Boggs), Anthony Michael Hall (Jim), Kathy Baker (Joyce Munroe) y, por supuesto, Vincent Price (El Inventor). El nombre de Price fue, de hecho, el que ya tenía Burton en mente desde antes incluso de que la película empezara a tomar forma. Y Eduardo Mnaostijeras fue la última película en la que actuó (con posterioridad participó en un documental y prestó su voz para otra cinta, falleciendo finalmente en 1993). Burton es un confeso admirador de Price y del tipo de cine en el que participaba (cintas de terror de bajo presupuesto), y lo cierto es que su fichaje es todo un acierto: el Inventor tiene ese toque de señor mayor entrañable, pero a la vez algo tétrico y distinguido. La escena de cuando le muestra las manos a Edward es, sin duda, una de mis favoritas (y lo es, curiosamente, desde que era niña).

Sin embargo, Eduardo Manostijeras perdería la mitad de su (inagotable) encanto si no tuviera la hermosa partitura de Danny Elfman, en su cuarta (y las que quedaban) colaboración con Burton. Temas como Ice Dance, Beautiful New World o Introduction (Titles) son de una belleza poética inenarrable y acompañan  a sus correspondientes escenas de forma prácticamente inmejorable.

Sobre el argumento, Eduardo Manostijeras es, ante todo, un cuento fantásticocostumbrista. Contiene elementos de relato gótico (de los del siglo XIX, no del XXI, háganme el favor) y, a la vez, una graciosa sátira de la sociedad estadounidense de finales del siglo XX. Los mismos escenarios así lo demuestran, siendo la vieja mansión donde vive Edward (solo) todo un compendio de elementos góticos y de modernismo vegetal (sí, como el que realizaba Gaudí), oscura y cochambrosa. En contraste, el residencial suburbano donde viven los Boggs y sus vecinos está inspirado en su totalidad en cualquier suburbio de los Estados Unidos, con sus casas unifamiliares (que cada una fuera de un color en la película fue una idea que se tuvo durante la realización de la misma, para que contrastase aún más con el monocromático gris de la mansión de Edward) y grandes jardines. Donde todos viven en aparente armonía, pero que en el fondo es esta una armonía forzada, superficial, donde los vecinos pueden llegar a resultar de lo más amable a lo más rastrero en cuestión de segundos. De hecho, y ese es otro de los encantos de la cinta que aquí nos ocupa, hay un elemento del residencial (casi) idílico de los Boggs que resalta sobre el resto, y con el que al menos alguna vez en nuestras vidas todos habremos tenido que convivir (e incluso lidiar): las marujas. Sí, esas señoras que aparentemente dedican su vida a… nada, más que a hablar del otro/a. También pueden recibir el nombre de chismosas o cotorras.

A su vez, en esta versión algo más oscura (en su fuero interno) del popular Springfield de Los Simpson, tenemos otros aspectos y lugares comunes que nos resultarán conocidos, a saber: la ultra-católica (un poco ida de la cabeza), el anciano que se las sabe todas (veterano de guerra, en este caso, como no podía ser de otra forma), la familia ricachona que procura mezclarse lo menos posible con el resto de la plebe, y los Boggs. Los, por otro lado, simpáticos Boggs, son la familia principal de la película, cuya madre (Peg) es quien encuentra fortuitamente a Edward y decide llevárselo consigo a casa y al residencial. Los Boggs son, a la vez, el arquetipo de la perfecta familia yanki: el padre que aparentemente pasa de todo y que invita a barbacoas, la madre anfitriona amable y comprensiva, la hija adolescente guapa y popular, y el hijo que juega con los otros chicos del barrio. Sin embargo, la cualidad que más sobresale entre los Boggs es su capacidad para no juzgar (quitando a Kim, pero solo al inicio de la película). Peg especialmente, y así lo ha dicho la propia Dianne Wiest, es un personaje que ante todo no juzga al que tiene al lado, y es precisamente esta cualidad la que provoca que inmediatamente simpatice con Edward y su situación y decida llevárselo a casa. Su marido Bill no cuestiona (al menos en pantalla) en ningún momento su decisión, ni tampoco lo hace su hijo (quien al inicio se encuentra más fascinado con Edward que otra cosa). No obstante, tenemos en el otro lado al resto del vecindario/sociedad, quien no para de juzgar (las mencionadas marujas) y que, en cuanto los sucesos no se dan como ellos esperaban, empiezan a cargar contra el vecino o, mejor dicho, contra el elemento diferente y nuevo del grupo: Edward.

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Que hablando de Edward, es, no podía ser de otro modo, el mejor elemento de la película. Una especie de monstruo de Frankestein moderno, un robot cortador de verduras que fue convertido en humano por el Inventor, el habitante original de la cochambrosa mansión de lo alto de la colina. Edward es, ante todo, apacible (y así reza unos de los eslógan de la cinta: «El hombre más benévolo del mundo») que, debido a no haber tenido contacto con la sociedad (salvo con la figura paternal del Inventor), se encuentra libre (también él) de prejuicios y de normas culturales o sociales. Es aquí, y en el contraste que se crea entre la figura de Edward y del resto de habitantes del suburbio, donde más se puede apreciar el origen sociológico del borrador de guión inicial de Caroline Thompson. El ser que está libre de influencias culturales y sociales, y el grupo que se encuentra totalmente imbuido de ellas. Por ello, a lo largo de la película observamos a varios agentes preguntándose si Edward acaso conoce la diferencia entre «el bien» y «el mal». Pero claro, nuestros conceptos del bien y de mal. Porque Edward se mueve principalmente por los principios de amor y fidelidad al prójimo (en este caso, la familia Boggs), pero es el resto de la sociedad (y la propia familia Boggs, con la excepción de Kim) la que acaba contemplando esto como una desviación y hasta una posible amenaza para «el bien común» (que, en el fondo, lo conforma un compendio de intereses personales). Y al final, nos acabamos preguntando «quién tiene la razón»: si el grupo social mayoritario o la figura solitaria de Edward.

Por otro lado, no podemos olvidar el componente romántico de Eduardo Manostijeras. Al final es asimismo una gran historia de amor. Aquí el punto fuerte se lo lleva Kim, quien da el giro radical (y a contracorriente del resto) de ver a Edward como una especie de freak o monstruo/pervertido (mientras que los demás lo contemplan como si fuera una celebridad) a un ser lleno de matices positivos, ingenuos y benignos (cuando el resto pasa a percibirlo como amenaza). Es la madurez del personaje, que se da cuenta de que hay elementos más allá de la superficialidad de salir con un chico guapo (y agresivo, ciertamente). Al final, uno se da cuenta de que Kim es la narradora de toda la historia, siendo ya una anciana, y terminando la misma con aquella famosa frase: «A veces aún bailo bajo la nieve».