Los cuentos de la luna pálida (Ugetsu Monogatari), obra maestra que mezcla cine histórico y fantasmagórico

Kenji Mizoguchi es uno de los grandes nombres en el mundo cinematográfico, no solo dentro de Japón. Ganador de varios premios nacionales e internacionales y realizador incansable de películas (se sabe que ha rodado más de 70 películas y lamentablemente falleció con 58 años), fue con Vida de Oharu, mujer galante (Saikaku Ichidai Onna, 西鶴一代女, 1952) y con Los cuentos de la luna pálida (Ugetsu Monogatari, 雨月物語, 1953) cuando se dio a conocer en todo el mundo. Y de qué manera.

Los cuentos de la luna pálida es una obra maestra, simple y llanamente. No solo desde el punto de vista técnico (del cual hablaremos más extensamente), sino también narrativo, mezclando con enormes sutileza y sensibilidad el cine histórico o jidaigeki (時代劇) con el fantástico, lo cual sería posteriormente repetido en numerosísimos títulos de anime, poniendo como ejemplos los conocidos La Princesa Mononoke, Dororo o InuYasha.

En el Japón del período Sengoku (siglo XVI), en medio de numerosas guerras civiles entre los señores feudales o daimyô, viven los hermanos Genjurô (interpretado por Masayuki Mori) y Tôbei (Eitaro Ozawa) con sus respectivas esposas, Miyagi (la musa de Mizoguchi, Kinuyo Tanaka) y Ohama (Mitsuko Mito), en una modesta aldea. Genjurô ansía hacerse rico durante la guerra a base de vender sus obras de cerámica, mientras que Tôbei sueña con convertirse en samurái. Con dichas ideas en mente, todos ellos huyen, tras ser asaltados sus hogares por las tropas de uno de los daimyô, y terminan separándose. Entonces Genjurô se topa con una misteriosa aristócrata conocida como Wakasa-sama (Machiko Kyô).

Los cuentos de la luna pálida (Ugetsu Monogatari). Kenji Mizoguchi.

Emakimono, gagaku y noh en Los cuentos de la luna pálida

La historia comienza así como un relato sobre la vida del pueblo en el Japón feudal para, posteriormente (especialmente representativa de dicho cambio es la escena de la barca cruzando el río cubierto de niebla) ir derivando en uno de fantasmas (y sí, es fácil ir percibiendo que hay algo ahí que no está vivo…). Pero este salto no resulta en absoluto abrupto; Mizoguchi sabe ir contando estos cuentos de forma semejante a la lectura de un rollo ilustrado o emakimono (絵巻物), a base de secuencias largas y juegos de encuadres y luces.

Por eso, a nivel técnico Los cuentos de la luna pálida es también un portento. Sus tonos en blanco y negro solo aportan al relato histórico fantasmal y hay planos que son una auténtica maravilla (aparte de la citada escena de la barca, todas las protagonizadas por Wakasa y el final), acompañados asimismo por música estilo gagaku (雅楽), compuesta para esta ocasión por, entre otros, Fumio Hayasaka, que nos introduce aún más en el mundo onírico y folclórico nipón.

Es gracias a estas brillantes cinematografía y música, aparte de la interpretación de Kyô, por las que llegamos a sentir entre intriga y lástima (al igual que Genjurô, además de la lujuria) por un ser como Wakasa; algo no tan sencillo partiendo de que su maquillaje y vestuario, que se asemejan a los propios de la figura del teatro noh (能), resultan inicialmente más inquietantes que otra cosa.

Los cuentos de la luna pálida (Ugetsu Monogatari). Kenji Mizoguchi.

Si hay alguna objeción que ponerle a Los cuentos de la luna pálida es, al menos en opinión de quien esto suscribe, a su moralina, que nos llega especialmente con un tercer acto que decae respecto a todo lo anterior. Los japoneses se mueven muy bien entre relatos que no pretenden adoctrinar y la verdad es que lo preferimos así.

Parece que tanto Mizoguchi como el guionista principal, Yoshikata Yoda (a partir de unos relatos del siglo XVIII escritos por Ueda Akinari) preferían también un final no tan moralizante y sí más cruel (en concordancia con el resto de la historia), pero los productores sugirieron la opción del «happy end» para hacer más taquilla.

No es que la conclusión de Los cuentos de la luna pálida sea mala, ni mucho menos (a nivel técnico nos deja un par de secuencias para el recuerdo); pero chirría el tono moralista del «te lo dije» y el regreso de los personajes arrepentidos que han aprendido la lección. Eso sí, el canto antibelicista y feminista que adopta la narrativa aportan a su belleza.

Aún con todo, Los cuentos de la luna pálida es una obra imperecedera, perfecta para iniciarse en el cine japonés (e incluso en el anime, pues luego le replican varias de sus temáticas) o en el CINE a secas. Perfecta para ver en el mes de Halloween por su relato, personajes y tonos fantasmagóricos; pero que no desprende miedo, sino una sensibilidad, poesía y belleza como solo los nipones en su máxima inspiración saben expresar.